La relación entre la abogacía y su clientela se establece sobre una confianza recíproca, un pilar que sostiene todo el encargo profesional (sea este particular o de oficio), y que, en el fragor del litigio pone a prueba dos principios clave: la autonomía técnica del letrado/a y su deber de fidelidad a los hechos narrados por el cliente. Mientras que el profesional del Derecho ostenta la libertad para diseñar la estrategia procesal, esta facultad no es un cheque en blanco para alterar la base fáctica del caso. El cliente es el «dueño» de su historia, y su versión debe ser reflejada fielmente.
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